Sietecueros
Mi historia nos transporta cincuenta años atrás. Se desarrolla en un país del tercer mundo, en un país tropical de Sur América en el hemisferio norte. Nuestra casa de estilo español se extendía desde la calle Nueva Venecia por el frente, hasta la Avenida El Milagro por el fondo de nuestro largo patio. Nuestra vecindad era una vecindad alegre, pero existían unos hombres llamados “mendigos” que merodeaban por nuestras calles. Todavía recuerdo algunos de estos hombres tan extraños; tenían nombres muy peculiares: Pata ‘e Piano, Corralín y el más especial de todos “Sietecueros”. Mi ingenua mente infantil le conseguía la lógica a los dos primeros nombres: Pata ‘e Piano tenía una pierna deforme, cojeaba al caminar; se creía que Corralín era culpable de cualquier cosa que desapareciera en nuestros patios. Cuando no se le veía merodear por los alrededores de nuestra vecindad era porque lo habían arrestado por algún robo. Ésto era un evento recurrente para él. El nombre del tercer mendigo me resultaba totalmente incomprensible.
Sietecueros vestía un saco muy raído y sucio, sus zapatos estaban casi totalmente desgastados. Su pelo, su barba y su bigote eran largos; lucían apelmazados del sucio. Su piel estaba quemada por nuestro ardiente e inclemente sol tropical, y manchada por la capa de sucio que tenía acumulada. Siempre cargaba consigo una bolsa que contenía sus precarias pertenencias. Se le veía dormir en lugares escondidos en los alrededores de la vecindad. Usaba pedazos de cartón como almohada y como cobija. Solía tocar en las puertas de las casas para pedir comida y agua. Cuando tocaba en nuestra puerta, yo podía ver sus ojos de mirada cálida y podía escuchar su voz gentil y suave.
Los adultos siempre nos decían, a nosotros los niños, que no nos acercáramos ni le habláramos a estos hombres extraños. Nos decían que eran peligrosos.
Un día, le pregunté a mi mamá por qué ese hombre tenía un nombre tan extraño. Ella me explicó que ése no era su nombre real. “Sietecueros” era un apodo que la gente le había dado. Mi mamá me dijo que ese hombre no se había bañado en mucho tiempo, así que su piel estaba cubierta por siete capas de sucio. Ella me dijo que la gente decía que Sietecueros había sido un maestro de escuela en otra ciudad; que había perdido a su familia, su trabajo y todas sus pertenencias. Mi mente de siete años no podía aceptar que Sietecueros pudiese haber sido un maestro de escuela. Yo acababa de empezar mi primer grado. Ir a la escuela era lo más bonito que le había sucedido a mi vida austera. Veía a mi maestra como la persona más brillante e inteligente del mundo entero, y todos los maestros deberían ser personas especiales y talentosas. Si él era un maestro, entonces ¿Dónde estaban sus conocimientos superiores? ¿Dónde estaban los libros que él usaba para enseñar a leer y a escribir a los niños? ¿Dónde estaban los libros de cuentos maravillosos? ¡Para mí, los maestros eran la gente más triunfadora de la tierra! No le dije nada a mi mamá, contradecirla sería una falta de respeto.
Un día, la apariencia de Sietecueros cambió. Un Buen Samaritano lo llevó a la barbería. Le cortaron el pelo, y por supuesto le lavaron bien la cabeza. Su bigote y su barba habían sido cortados por manos profesionales. Esta alma bondadosa llevó a Sietecueros a su casa y le permitió que se diera un baño largo. También le dio ropa y zapatos nuevos. Solamente por la mirada cálida de sus ojos y la cortesía y gentileza de su voz se reconocía que era nuestro “Sietecueros”.
Ahora que lucía limpio y que las siete capas de sucio habían desaparecido: ¿Podía alguien de nuestra vecindad atreverse a preguntarle cuál era su nombre verdadero? ¿Le darían el honor y la dignidad de llamarlo por su nombre real? ¿Cuánto tiempo habría de transcurrir antes de que siete capas de sucio le cubrieran su piel de nuevo, para merecer otra vez ese humillante apodo?
Lamento tener que relatar mi historia y llamar a este maestro por un nombre tan despectivo. El quedarse sin hogar es algo que le puede suceder a cualquier persona; sin importar el país de residencia, la raza, el sexo, la edad, la religión, o la profesión.
Treinta y tres años después; unos pocos meses después de haber tenido a mi quinta hija, me afectó una infección en la piel y estaba invadida de úlceras pequeñas. Mi doctora parecía no poder encontrar el antibiótico correcto para controlar mi infección. Hasta me aconsejó que dejara de amamantar a mi bebé para evitar el peligro de contaminarla. Cada cinco días me cambiaba el tratamiento, nada parecía aliviar mi piel. Mientras que atravesaba esta condición, un día fui a pie a una farmacia cercana a comprar el antibiótico nuevo que debería probar. Una pordiosera se me acercó a pedirme dinero para poder comprar comida. Sietecueros vino a mi mente; la señora vestía muy pobremente, ropas raídas y sucias. Seguro que hacía mucho tiempo que no se bañaba. Su piel estaba sucia igual que su ropa, pero no tenía ninguna úlcera; mientras que mi piel limpia y bien lavada estaba llena de úlceras. Me pregunté: ¿Qué capa tenía la piel de esa pobre señora que la mía no tenía? ¿Qué clase de protección tenía su probremente alimentado y maltratado cuerpo que a mi descansado y bien nutrido cuerpo le faltaba? Yo tenía mi profesión: “Ingeniero Químico”. ¿Cuál podía ser su profesión? A lo mejor “Una Maestra de Escuela, como Sietecueros, que había caído en desgracia que la había convertido en una pedigüeña. Cualquiera que hubiese sido su profesión, a esta desafortunada señora la cubría una capa que a mí me faltaba.
Hoy en día, pienso que la gente que llamaba “Sietecueros”, a ése que alguna vez fue un maestro, a pesar de ser un apodo muy degradante y seguro con el propósito de burlarse de su desamparada condición, ellos no estaban equivocados. En realidad él había desarrollado una piel gruesa como los Paquidermos, tan gruesa que las balas insultantes que la gente le disparaba no la penetraban. Él probablemente tenía más de siete capas alrededor de su piel. Podría enumerar algunas: una capa de fortaleza para soportar la severidad del calor de ese inclemente clima tropical; una capa de buen juicio para encontrar caminos de supervivencia a sus necesidades físicas sin recurrir a medios ilegales; una capa de tolerancia para soportar a esos miembros de la humanidad que irrespetaban su condición de desamparado y lo trataban como una peste para la bien alimentada sociedad; una capa de inmunidad a tantas enfermedades que contaminan nuestro ambiente; una capa de valentía para lidiar con los seres delincuentes que probablemente ven a los seres desamparados como los más vulnerables de ser atacados; una capa de dignidad para decir “Gracias” cuando un alma caritativa le daba comida o agua. Hay tantas otras capas que podría nombrar.
Detrás de cada persona que no tiene un hogar hay una historia y muchas capas a su alrededor.
Ingrid B. Petit Villalobos